El 27 de noviembre del año 1095, en Clermont, Francia, finalizaba un Concilio llamado a tener una gran resonancia histórica; había sido convocado por el Papa Urbano II (1088-1099) para tratar diversos asuntos, relacionados algunos con problemas estrictamente eclesiásticos –como lo es la simonía, es decir, la compra y venta de cargos eclesiásticos–, en el marco de la Reforma Pontifical, que abarca buena parte del siglo XI. Ello coloca al Concilio dentro de una amplia tradición que se remonta hasta el siglo X, época de la Reforma de Cluny. También se abordó en este sínodo el tema de la Paz y la Tregua de Dios, igualmente siguiendo una tradición que se remonta al mismo siglo.
En sucesivos concilios celebrados especialmente en el sur de Francia, y reconociéndose al de Charroux de 989 como la piedra fundante, se había elaborado la idea de la Paz de Dios, que consistía fundamentalmente en la protección de los lugares, bienes y personas inermes –especialmente en relación con el clero– frente a la violencia de las guerras feudales; para ello no sólo se pedía el juramento de los señores, sino que incluso se crearon ligas de paz que velaban por el cumplimiento de las disposiciones conciliares, las que afectaban a la werra o faida, pero no al bellum propiamente tal. Es decir, se orientaban a limitar específicamente la violencia privada al interior de la Cristiandad con el objetivo de establecer una paz entendida como un estado de concordia que garantice la protección de personas y bienes.